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Meritocráticamente desiguales

4 Septiembre 2020

Por Jorge Atria

Aunque hace 60 años el concepto de meritocracia se acuñaba irónicamente para describir una situación distópica donde las recompensas sociales se distribuyen con base en el talento y el esfuerzo individual (Young, 1958), en las últimas décadas se convirtió en un parámetro serio para justificar las desigualdades. Tener mérito es decir que los resultados obtenidos y la posición de uno en la sociedad se basan primeramente en una contribución propia y no en el origen. El que esto aparezca muy habitualmente como una promesa incumplida -las diferencias adscriptivas se cuelan sistemáticamente en la educación y el trabajo, configurando trayectorias aventajadas y desaventajadas inmerecidamente- pero además incumplible -pues los éxitos y fracasos individuales no son nunca distinguibles plenamente del contexto social- han hecho que en los últimos años resurja la crítica a la meritocracia. Aún así, la batalla contra las jerarquías socioeconómicas talladas desde el nacimiento en la sociedad chilena sigue haciendo necesaria la pregunta por las actitudes hacia este principio.

El sentido común y las encuestas de opinión pública muestran que en Chile existe una alta valoración de la meritocracia. Los logros a menudo son reivindicados como triunfos sin haber recibido nada de nadie. Por décadas la flojera ha sido mencionada como la causa principal, o una de las principales, para explicar la pobreza. Los pitutos emergen en diversos trabajos cualitativos como un mecanismo que irrita porque niega el esfuerzo y el talento como medios para lograr las cosas, aunque su uso expandido en todos los grupos sociales sugiere que nadie es reacio a aprovecharlos, cuando están disponibles, para avanzar cuando se verifica que el esfuerzo y el talento no alcanzan.

El grupo del que menos se conocen sus actitudes hacia la meritocracia son los más ricos, impidiendo entender cómo perciben el talento, el esfuerzo y la movilidad en la sociedad chilena. Tal objetivo es interesante en cualquier país porque interrogar sobre meritocracia a quienes ocupan la cúspide es en definitiva saber cómo refieren y justifican su posición en la sociedad: una ventana para aprender la receta del éxito en la voz de sus protagonistas. En Chile, donde la concentración de privilegios y perjuicios se despliega persistentemente a través de las generaciones, se añade una segunda razón de interés: es una oportunidad para comprender cómo se concilian la meritocracia y la desigualdad para quienes están del lado de los privilegios.

Junto a Juan Carlos Castillo, Luis Maldonado y Simón Ramírez realizamos una investigación con foco específico en este grupo. Se realizaron 44 entrevistas en profundidad a personas de la elite económica, seleccionadas por la ocupación de puestos gerenciales o de directorio en empresas de distintos sectores productivos que alcanzaran un umbral específico de facturación y con residencia en Antofagasta, Santiago o Concepción. Las entrevistas se centraron en los significados del mérito y la meritocracia, su verificación en la sociedad -en especial en los ambientes laboral y educativo-, en el rol de la empresa, del estado y de otras instituciones frente a la meritocracia, y en los vínculos entre meritocracia y desigualdad.

Un hallazgo central que encontramos es que los participantes recurren más al talento que al esfuerzo para referir a la meritocracia. Esto es llamativo porque contraviene la preeminencia que tendría el esfuerzo para definir la meritocracia en otros grupos de la sociedad. Las descripciones sobre el talento se asocian con habilidades típicamente empresariales, tales como el liderazgo, habilidades gerenciales y la motivación y capacidad de convencer a otros. Desde estas narrativas, las(os) entrevistadas(os) afirman que existe meritocracia en Chile, y que al existir talentos en toda la sociedad, la movilidad social parece ampliamente posible.

Aunque la mayoría reconoce limitaciones en la expansión de este proyecto, la meritocracia es para ella(os) verificable a menudo en sus propias biografías y en las de sus entornos cercanos. Esto es coherente con una tendencia internacional de individualización de las elites económicas: éstas aparecen crecientemente descritas como una colección de personas talentosas más que como un grupo que comparte una identidad colectiva clara (Khan, 2012). Pero también es ilustrativo de los procesos de transformación social y cultural en el Chile de las últimas décadas, que desde la dictadura ha conferido un rol decisivo a los actores privados en el manejo de la economía y la planificación del progreso social. A través del emprendimiento y la creación de empleos, la elite económica identifica ese rol y profesa vocación por liderar el desarrollo del país.

Lo anterior se condice con un segundo hallazgo, que resalta una configuración institucional específica. Es el sector privado el que parece tener las virtudes para favorecer la expansión de la meritocracia. Los relatos de nuestras(os) participantes son en este sentido enfáticos al marcar que las trayectorias de mérito son las de quienes han podido ascender gradualmente en empresas privadas. Pero no sólo se trataría de historias de éxito individual: las empresas también tendrían la exigencia de contar con los mejores porque las condiciones de competencia del mercado así lo requieren. Así, prácticas antimeritocráticas no sólo serían indeseables en la ética empresarial, sino que además estarían condenadas a desaparecer porque el mérito es un requisito adaptativo sin el cual la empresa no sobrevivirá a las exigencias de su entorno. En estas narrativas, el estado se encuentra en las antípodas, al ser representado como un conjunto de instituciones donde la ineficiencia, el despilfarro y la corrupción retratan la ausencia de meritocracia y la continuidad de lógicas inefectivas e inflexibles. Esta configuración institucional, que desacredita al estado y consagra al sector privado, ha sido ampliamente discutida por distintos trabajos que destacan la resiliencia de grupos familiares controladores de empresas, subsistiendo modelos de gobernanza que pueden ser ineficientes y patrones de reclutamiento que siguen priorizando el origen social en sectores clave de la economía.

Un tercer hallazgo es que las narrativas sobre movilidad social dentro de la empresa no son contrapuestas con los bloqueos a la movilidad en la jerarquía de clases chilena, en especial desde la clase media hacia la elite. La promoción dentro de las empresas, en ese sentido, ilustra la potencialidad del progreso individual si se aprovechan los talentos, sin identificar la variedad de mecanismos y estrategias de cierre que inhiben el ascenso fuera de ellas. La riqueza heredada, la suerte o discriminaciones de base que afectan a miles de chilenas(os), no obstruirían sustancialmente la meritocracia. Esto es coherente con la visión individualista ya mencionada: los sujetos son responsables de su éxito o fracaso, y en Chile esto implica recorrer adecuadamente la trayectoria educativa. Nuestras(os) participantes plantean dos limitaciones a esto, una para cada extremo social: la extrema pobreza -un grupo con restricciones tan fuertes de base que requeriría apoyo adicional para aprovechar las oportunidades- y factores de clase -distinciones simbólicas de status asociadas al origen social- para acceder a posiciones de máximo prestigio. La primera limitación suscita incomodidad moral y se traduce en empatía. La segunda suscita resignación y se traduce en distinciones sutiles en la cima del poder que no invalidarían el modelo de progreso ni la oferta de oportunidades para la mayoría.

Estos resultados sugieren que la meritocracia se revela como un criterio de organización compatible con desigualdades persistentes y limitada movilidad social. La distribución normal del talento permite pensar que la mayoría de las personas puede surgir si aprovechan sus oportunidades. El apoyo a los más pobres es necesario para que puedan aprovechar sus oportunidades, pero como sólo este grupo parece tener justificaciones de apoyo robustas, no existen preferencias claras por redistribución ni disposición a pagar más impuestos, ni tampoco se identifican discriminaciones y la transmisión intergeneracional de ventajas y desventajas como bloqueos a la movilidad a lo largo de la jerarquía social. Si la meritocracia generaliza expectativas de igualdad de oportunidades en países con estructuras sociales rígidas y concentración de privilegios como Chile, los discursos de la elite pueden contribuir a atenuar las demandas por políticas redistributivas y niveladoras de diferencias de origen en la educación y el trabajo. Es decir, pueden contribuir a hacernos meritocráticamente desiguales.